Me encanta la historia con la que da comienzo Estos días preciosos, una deliciosa colección de ensayos personales de la autora Ann Patchett, quien tiene la asombrosa capacidad de convertir cualquier pequeña anécdota en algo extraordinario. Lo primero que te encuentras al abrir el libro es una fotografía de la escritora, con un vestido granate de dama de honor, en la boda de su hermana Heather, en compañía de tres hombres maduros y en traje. Son sus tres padres.
“El matrimonio siempre ha resultado irresistible para mi familia. Lo intentamos, fracasamos, y lo volvemos a intentar, y nos las arreglamos para mantener la fe en una institución que nos ha hecho a todos quedar como idiotas”, arranca Patchett. Y cómo arranca. Después cuenta la historia: su madre se casó tres veces. Primero, con Frank, su padre, de quien se divorció cuando la escritora tenía cinco años. Después, con Mike, el hombre que prácticamente la llevó de la mano de la niñez a la edad adulta, puesto que la nueva familia se mudó a Nashville, mientras que Frank, su padre-padre, se quedó en Los Ángeles (y esto tiene una nota aparte sobre la que volveré más adelante). Mike y su madre se divorciaron cuando la escritora tenía veinticuatro años. Y, finalmente, su madre se casó con Darrell, y siguieron juntos hasta que él falleció.
Volvamos a la fotografía. Ann aparece en medio de los tres, y casi parece como si la estuvieran sosteniendo para no caerse. Escribe Patchett: “Allí estábamos, esperando al fotógrafo —me contó mi padre más tarde por teléfono— y Mike dijo: ‘Sabéis lo que está haciendo, ¿verdad? Va a esperar a que los tres estemos muertos para escribir sobre nosotros. Esta foto acompañará al texto’. Mi padre dijo que la idea no se le había ocurrido, y tampoco se le había ocurrido a Darrell, pero en cuando Mike lo dijo supieron que tenía razón. Y la tenía. Eso es exactamente lo que pretendía hacer. Y es exactamente lo que estoy haciendo ahora”.
Los tres padres de Patchett murieron en el mismo orden en el que su madre se había casado con ellos, porque hay historias que parece que nacen para que más tarde sean escritas. También murieron en orden inverso a su estado de salud. Es decir, primero murió el que en apariencia estaba más sano, porque aunque haya historias que nazcan para ser después escritas, el destino siempre parece guardar para nosotros elementos sorpresa. Lo que más me interesa de esta historia es ese planteamiento que presenta su autora: me pregunto si los escritores y las escritoras, en algún momento de sus vidas, piensan en algo que no sea en escribir.
Algunos lo sabréis, otros quizás no, pero hace justo un mes publiqué mi primera novela. Se titula El descontento y la edita Temas de hoy. Y ha sido a raíz de la publicación cuando he empezado a leer más sobre el oficio de escribir, y a interesarme por cómo, cuándo y por qué escriben otras personas a las que admiro. Quizás parezca una tontería —especialmente para quienes acostumbráis a recibir estas cartas o leer los textitos que llevo toda la vida publicando en internet— pero no fue hasta tener mi propio libro entre las manos cuando caí en la cuenta de que lo había escrito, y en ese instante, tomé conciencia de que me había convertido en una autora.
Me reconozco, con cierta vergüenza, en las palabras de Patchett. Mi novela, de la que se me da fatal escribir y peor todavía hablar, es la historia de una treintañera desencantada con la vida laboral y, por ende, con la vida que le toca vivir cada mañana, de lunes a viernes, cuando suena el despertador. Marisa, mi protagonista, es una persona, como tantas otras, con una identidad hipotecada, cuya deuda no tiene claro cómo ni cuándo terminará pagando. En mi corta vida como escritora, ya me he acostumbrado a que me pregunten cuánto hay de mí en mi protagonista. O si Marisa soy directamente yo. Y yo pienso si no todo el mundo es un poco Marisa, para después pensar en Patchett y recordar todas esas veces en las que, después de una interminable reunión fuera de horario laboral de la que nadie sacó jamás algo provechoso o de aquella llamada hostil y violenta por parte de un compañero cabrón, tomé aire y me dije: “Algún día escribiré sobre esto”.
“Algún día escribiré sobre esto” se ha convertido para mí en una especie de frase refugio. Llevo años utilizándola para mis adentros y casi sin ser consciente del poso y el peso que tiene sobre mí. La utilizo cuando cualquier situación en la vida me supera o me emociona, sin tener claro si eso que me remueve formará parte de una divertida historieta en formato WhatsApp para mis amigos, un ensayito que terminará en internet o una ficción.
Pensé en la frase cuando se divorciaron mis padres, cuando me dejó un novio, cuando a mi madre le diagnosticaron cáncer o cuando cerró la empresa en la que trabajaba y me encontré de patitas en la calle. Pienso en ella cada vez que alguien es maleducado o directamente ruin y malvado conmigo: mi forma de venganza es pensar que algún día le despojaré de su identidad como persona para convertirle en personaje. Pienso en ella cuando tengo un ataque de ansiedad, porque la ansiedad es horrible en carnes, pero muy literaria y evocadora en palabras. Pero también pienso en esa frase cuando un desconocido es excesivamente amable o educado conmigo, y me hace recordar que el mundo está lleno de ternura, y entonces me digo que algún día tendré que escribir algo bonito sobre lo que acabo de sentir. O pienso en ella cuando me sucede algo que me hace reír a carcajadas y ya empiezo a visualizar ese algo primero como anécdota, después como historia.
Supongo que todos necesitamos nuestros mantras, nuestras formas de gestionar los golpes de realidad y, sobre todo, nuestras maneras de guardar y hacer después arqueología de los recuerdos. Que una foto familiar puede servir, como cualquier otra cosa, para rendir homenaje a los hombres que se turnaron para cuidarte. Porque sabes que, aunque en ese momento estén detrás de ti, sujetándote, algún día dejarán de estarlo, y tendrás que encontrar la manera de sujetarlos tú a ellos.
Quizás esa es la magia de la escritura, a fin de cuentas. Pasar del “algún día escribiré sobre esto” al “esto ya está escrito”. Nunca lo había pensado así, pero permite cerrar nuestros capítulos.
Feliz lectura.
La curiosidad: Frank en Los Ángeles
Supongo que todo escritor también decide, al final, de qué escribir o de qué no escribir. Frank Patchett, el padre de Ann, era detective de policía en Los Ángeles. Una noche de agosto de 1969 recibió una llamada y se puso a investigar un horrible crimen acontecido en el barrio de Los Feliz: era el del matrimonio LaBianca, uno de los crímenes perpetrados por la familia Manson. No sé vosotros, pero yo hubiese creado una ingente cantidad de literatura (no sé si buena o mala, todo sea dicho) sobre esta conexión, si esa conexión hubiese tocado tangencialmente mi vida. Quizás, hubiese escrito Las chicas. Patchett se centró en otras cosas. Por qué no.
Me llamó la atención leer de seguido Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la familia Manson, libro del que ya os hablé aquí, y Estos días preciosos, y reconocer en las lecturas al mismo personaje. En el primero, como un gran investigador que dio con numerosas pistas para relacionar a un extraño hippie con unos terribles asesinatos. En el segundo, como un gran padre, imperfectamente perfecto, como lo son todos.
El maridaje
Yo creo que esta vez toca maridar con lo mío. Parafraseando, en parte, a Lola Flores: si cada suscriptor a esta cartita se comprase mi novela, me convertiría en todo un éxito editorial.