Mi abuela tenía dos o tres historias que contaba siempre que tenía ocasión. Una de ellas, en particular, le encantaba. Resulta que mi abuela trabajó en una fábrica de chocolates siendo muy jovencita. Aquello para mi abuela fue como cumplir un sueño, no ya solo por ofrecerle la posibilidad de salir de casa y ganarse un dinerillo, sino porque siendo hija de la guerra de pequeña había pasado muchas penurias y calamidades. En tiempos de mayor hambruna, contaba mi abuela que en su casa se tomaba naranja de postre a mediodía y, de noche, el postre consistía en las mondas. Me contaba también que existía en la familia una receta de “tortilla de patatas” que no llevaba ni huevos ni patatas, sino harina, agua y las mondas de las naranjas que, os habréis dado cuenta, parecían ser la base de su pirámide alimentaria. Con las cebollas que había en el jardín, cortadas en rodajas y empanadas, en casa se preparaban los denominados “calamares de campo”. Contaba también mi abuela que era bueno cuando llovía porque así comían caracoles y me decía que, para dar algo de gusto a un caldo, su madre echaba dentro alguna que otra lagartijilla. Cuando mi abuela de adolescente consiguió trabajo en una fábrica de chocolates, entró por primera vez en un universo de alimentos que le eran exóticos, desconocidos al paladar y, por tanto, irresistibles.
Así que picoteaba. Picoteaba mucho. Me contaba que uno de sus puestos fue en una especie de cadena de producción para hacer tabletas de chocolate con almendras y que ella, mientras trabajaba, se echaba unas cuantas almendras al regazo y las iba comiendo a lo largo de su jornada. También comía chocolate porque, ¿cómo resistirse después de haber hecho su paladar al amargo de las mondas?. Así que una tarde su jefe la llamó a su despacho y le dio una reprimenda por robar alimentos mientras trabajaba.
Cuál fue su suerte que unos días más tarde apareció un supervisor a ver el trabajo de aquella fábrica y a sus trabajadoras y, al pasar a felicitarlas acompañado del jefe, mi abuela se atrevió a hacerle una pregunta: “Disculpe, señor supervisor, ¿puedo yo picotear de vez en cuando alguna almendra o algún chocolatillo de la fábrica?” y el señor supervisor le dijo: “Señorita, usted, dentro de esta fábrica, puede comer todo lo que se le antoje, lo que no puede hacer en ningún caso es tomar alimentos de la fábrica y llevárselos al exterior”. Así que a partir de entonces no solo fue mi abuela, sino todas las compañeras de la fábrica las que se dedicaron a picotear gustosamente mientras cumplían sus funciones ante la reprobadora mirada de su jefe.
¿Cuántas veces me contó mi abuela esta historia? He perdido la cuenta, pero me ha contado más veces esta historia que la de cómo conoció a mi abuelo, que solía resumir con un escueto “pasaba por allí”. A veces era la versión corta (la bronca de su jefe y la llegada del supervisor, su pequeña victoria). Otras veces contaba una versión extendida, cargada de detalles sobre todas esas recetas de hambruna de su vida anterior, las explicaciones de la expresión “no me des gato por liebre” y las sopas de nada. Pensé durante mucho tiempo que aquella historia le gustaba tantísimo porque la hacía sentirse una especie de heroína de la clase obrera, una incansable luchadora por los derechos de las trabajadoras de la época. Ahora me doy cuenta de que no era tanto eso como que mi abuela no tenía muchas más historias que contar. Que aquel momento, para ella, consistió en uno de los grandes momentos de su vida: el periodo de libertad que duró desde que salió de casa para trabajar en una fábrica, donde tuvo amigas y vivió experiencias, hasta que se casó para volver a meterse en casa.
La revelación me llegó leyendo esa obra maestra de la escritora francesa Annie Ernaux cuyo título es ‘La mujer helada’, donde la autora, tan solo unos años más joven que mi abuela, cuenta cómo antes la vida de las mujeres duraba tan solo dos años. Dos años entre que terminaban sus estudios generales, las más dichosas, y comenzaban unos superiores antes de casarse y olvidarse de todo. Dos años en los que comenzaban a trabajar en fábricas o en comercios y luego encontraban marido. Dos años en los que podían ser ellas mismas: tener amigas, tomar cafés, ir al cine o al teatro, pasear frente a los escaparates, tomar el tranvía y descubrir una pequeña porción del mundo antes de ponerse un delantal y mirarlo a través de las ventanas de la cocina. Lo de antes, la vida dedicada a los padres y hermanos y lo de después, la vida dedicada al marido y a los hijos, no era para la autora la vida que las mujeres, de tener mayor libertad, hubieran escogido. “Toda mi historia de mujer es la de una escalera que se va bajando a regañadientes”, escribe Ernaux.
Esta revelación me partió el corazón al recordarme no solo a mi abuela, sino a todas aquellas mujeres de vidas chiquititas, cuyos momentos de felicidad fueron pequeños deslumbramientos en una vida a la sombra. ‘La mujer helada’ cuenta todas las obligaciones que las mujeres de antes (y me atrevería a decir que, por desgracia, algunas ahora) encadenaron desde niñas sin ser del todo conscientes: ayudar, agradar, callar, sonreír, servir. Una vida entre la cocina y el mercado, con pequeñas tareas entre medias que al día siguiente no tendrían más remedio que repetir. Ernaux hace una analogía con la vida del ama de casa y el mito de Sísifo: es la misma sensación, al llegar a la cima de la montaña, de que la roca volverá a caer hacia el otro lado porque, a la mañana siguiente, volverás a hacer las camas y a limpiar el polvo. Hay un párrafo en el libro, cuando la protagonista se fija en su suegra, que me resultó muy esclarecedor: “Nadie encontraba ridículo su gorjeo, su petulancia de ama de casa satisfecha, todo el mundo la admiraba, sus hijos y sus nueras, por haberse consagrado a la educación de sus niños, a la felicidad de su marido, nadie creía que hubiera podido vivir de otra manera”.
Muchas abuelas y muchas madres pusieron toda su esperanza en que sus nietas y sus hijas pudieran vivir de otra manera. Como si su recompensa por tanta abnegación y sacrificio llegase a través de la siguiente generación. Creo que a nuestras abuelas les debemos, en parte, todas esas historias que nosotras podemos contar. Y quizás deberíamos ser más comprensivas con ellas y no pensar que cuando te vuelven a contar lo mismo es “porque chochean”, sino porque quizás, en sus cabezas, no consideran que tengan otra historia mejor.
Feliz lectura.
La frase
“Las dos de la tarde. En la cocina no queda ni rastro de la comida de mediodía recién terminada, el fregadero brilla de nuevo como la patena. He vuelto a colocar en medio de la mesa la jarra rústica donde puede verse a unos pastores tocando la flauta sobre un fondo azul. Discreto olor a O’Cedar. El crío está dormido. Para quién, por qué tanto orden. Sinceramente si hubiese venido alguien sin avisar no hubiese tenido que decir como mis tías no miréis que está la casa manga por hombro. Toda mi actividad frenética desde por la mañana a las siete desembocaba en ese vacío. Debe de ser a esa hora en la que las mujeres se toman una pastilla, se beben una copita o se cogen un tren destino Marsella”.
Pobrecitas. Ojalá muchas de ellas hubiesen cogido ese tren.
El maridaje
Me doy cuenta, al escribir esta carta, que hablo de mi abuela en pasado, como si estuviese muerta. No lo está. El problema es que hace años que se le olvidaron ya sus dos o tres historias y tiendo a hablar de ella pensando en cómo era antes. Noté que empezaba a perder la memoria cuando regresé de Londres. Un año sin verla y era otra persona. Tiempo antes, cuando viví con ella, solíamos preparar juntas cada domingo un bizcocho de limón que desayunábamos durante el resto de la semana. No importaba si yo estaba estudiando o tenía una resaca colosal. A las cinco de la tarde del domingo mi señora abuela llamaba a la puerta de mi habitación con los nudillos y me decía que teníamos que hacer el bizcocho. Cosa que me encantaba.
Era una receta sencilla, bastante común, seguramente sacada de la tapa de unos yogures en los años 80. Mi abuela se la sabía de memoria y me iba diciendo el orden y cantidad de los ingredientes y yo me encargaba de rallar el limón o batir los huevos. Al volver de Londres, una tarde, le dije que por qué no preparábamos el bizcocho. Y me dijo que lo había dejado de hacer porque se le había olvidado cómo se hacía.
He buscado muchas veces la receta y he intentado prepararlo. Supongo que serán las mentiras de las memoria, pero ninguno me sabe igual. Esta receta de Directo al Paladar es bastante aproximada y, tras darle muchas vueltas, creo que el truco de mi abuela es que el yogur no era yogur natural, sino también de limón.
Si tenéis horno y una hora, os animo a prepararlo. Cocinar, al contrario que para mi abuela que era una obligación, para mi supone un enorme placer. Como decía nuestra adorada Nora Ephron: “Lo que me encanta de cocinar es que después de un día duro, hay algo reconfortante en el hecho de que si derrites mantequilla y agregas harina y luego caldo caliente, ¡se espesará! ¡Es una cosa segura! Es algo seguro en un mundo donde nada es seguro; tiene una certeza matemática en un mundo donde aquellos de nosotros que anhelamos algún tipo de certeza nos vemos obligados a conformarnos con hacer crucigramas”.
Creedme, el día es un poco mejor si lo empiezas con un bizcocho de limón.
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