Política de la sonrisa 😊
Una tarde, tendría yo trece o catorce años, un completo desconocido me paró por la calle y me pidió que sonriera. Me dijo “Sonríe, princesa”. Lo recuerdo como si fuera ayer. Y yo, sin pararme a pensar en lo extraño, inapropiado e intrusivo que era que un adulto al que no conocía de nada me diese una orden, sonreí. Sin muchas ganas pero sonreí. ¿Por qué? Supongo que porque es lo que tenía aprendido por aquel entonces antes de desaprenderlo todo gracias a la madurez, la misantropía y el feminismo: que las chicas, en general, sonreímos.
“Sonrisa es benevolencia, dulzura, optimismo, bondad. Nada más desagradable que una mujer con la cara áspera, agria, malhumorada, que parece siempre querer reprocharnos algo”, rescata de un artículo de 1941 escrito, por supuesto, por un señor, la maravillosa Carmen Martín Gaite en su ensayo de 1987 ‘Usos amorosos de la postguerra española’. “Sonreír era airoso”, escribe Martín Gaite, “El adjetivo airoso, con claras connotaciones triunfalistas, se empleaba mucho en la postguerra española. Evocaba un ondear de banderas, un revoleo de capas en los desfiles. Significaba vencer, merecer el aplauso. Dentro de este contexto, la sonrisa se aconsejaba como actitud deportiva ante la vida sobre todo en el momento en que se nos mostrase adversa”.
En ‘Usos amorosos de la postguerra española’ Martín Gaite desgrana cómo se conformó la personalidad de las mujeres de toda una generación a través de una serie de mandamientos y reglamentos que emitían desde las instituciones oficiales, los periódicos y las revistas, las novelas y los consultorios sentimentales. Es ahí donde se forjó el carácter de nuestras abuelas, que educaron el carácter de nuestras madres, que nos educaron después a nosotras. Hay dos órdenes clave que se repetían de manera incesante y machacona desde todos los frentes, ya fuese la Sección Femenina de la Falange o las revistas de chicas: sonreír y callar. Callar y sonreír. “El nuevo Régimen había establecido como norma la obediencia, el cuidado de no murmurar, de no concedernos la licencia de apostillar. La fórmula es esta: el silencio entusiasta”, escribe Martín Gaite. ¡Silencio entusiasta! Can you believe? Por la misma época, la revista Chicas en 1950 recomendaba: “Sonríe dulcemente sin enfadarte. Y dile cuántas veces necesita de tu pequeño ingenio mecánico para el funcionamiento de su casa, de tu genio musical para cantar al niño, de tu cirugía para curarle cuando se corta y de tu filosofía para consolarle cuando su ciencia le falla”. Sonreír, callar, tragar, repetir.
Treinta años más tarde, en 1970 y con Franco todavía vivo, la escritora y activista Shulamith Firestone abogaba por una ‘huelga de sonrisas’ en Estados Unidos: “Tuve que entrenarme para dejar de lado aquella sonrisa falsa, que era como un tic nervioso en toda adolescente. Y esto significaba que sonreía poco porque, en realidad, cuando se trataba de sonreír de verdad no tenía tantos motivos para hacerlo. Mi acción ideal para el movimiento de liberación de las mujeres es un boicot de sonrisas, mediante el cual todas las mujeres abandonarían de manera instantánea todas esas sonrisas ‘agradables’ que solo ponemos para complacer a los hombres”. La política de las sonrisas fue un tema de interés en la década de los setenta. Y también se convirtió en objeto de estudio: la profesora y psicóloga Nancy Henley, especializada en lenguaje y comunicación no verbal y estudios de género, consideraba la constante sonrisa femenina como una muestra de un estatus inferior en la sociedad, que obligaba a las mujeres a mostrar cierta deferencia ante los hombres para hacerles sentir cómodos. Fue en esta época cuando muchas feministas también escribieron sobre la salvación de las sonrisas: es decir, la acción de sonreír con el único fin de evitar una respuesta agresiva por parte de un hombre.
En 2017, durante el Día Internacional de la Mujer, algunas mujeres rescataron la idea de ponerse en huelga de sonrisas como forma de protesta ante el trabajo emocional no remunerado como bien explica este artículo de The Washington Post: “En términos generales, el trabajo emocional implica dejar de lado los propios sentimientos en favor de de los de otra persona, ya sea un cliente irritado o un niño con una rabieta. Implica anticipar las necesidades, prestar atención al nivel de confort de los demás y, a menudo, hacer cosas tediosas que hacen que las cosas funcionen sin problemas para hacer felices a otras personas”. Entre estas cosas, también se encuentra sonreír constantemente: en entornos laborales, cuando los hombres hacen este tipo de trabajo emocional, se les suele premiar de alguna forma y sin embargo, cuando lo hacemos las mujeres y por considerarse algo “inherente a nuestro carácter” no se ve como una habilidad especial. Sonreír es parte de nuestro trabajo como mujeres.
“El testimonio de las mujeres es ver lo de fuera desde dentro”, escribe Carmen Martín Gaite, “Si hay una característica que pueda diferenciar el discurso de una mujer, es ese encuadre”. Durante décadas se ha visto como algo normal que un hombre le pida a una mujer que sonría. Se han normalizado comentarios sobre ‘la curva más bonita de la mujer’ en ambientes donde no debería estar normalizado opinar sobre nuestro físico o la expresión de nuestro rostro. Se ha exigido, aunque ahora cualquier teoría psicológica recomiende precisamente lo contrario, tragarnos nuestra frustración y esconder todo lo que no nos gustaba bajo la alfombra, poniéndole al mal tiempo buena cara y regalándole la mejor sonrisa al mundo. Frente al callar y sonreír, qué cosa más sutil y a la vez poderosa que una cara seria. Una mujer seria, tan solo eso, es una mujer que va a contracorriente. Quizás porque el mero hecho de no reírle las gracias a las injusticias más mundanas se convierte en un acto de resistencia.
Feliz lectura.
La frase
“El hombre era un núcleo permanente de referencia abstracta para aquellas ejemplares penélopes condenadas a coser, a callar y a esperar. Coser esperando que apareciera un novio llovido del cielo. Coser luego, si había aparecido, para entretener la espera de la boda, mientras él se labraba un porvenir o preparaba unas oposiciones. Coser, por último, cuando ya había pasado de novio a marido, esperando con la más dulce sonrisa de disculpa para su tardanza, la vuelta de él a casa. Tres etapas unidas por el mismo hilo de recogimiento, de paciencia y de sumisión”.
El maridaje
¿Por qué La Gioconda resulta una obra tan enigmática y discutida? La respuesta está en sus labios. Una sonrisa, o un atisbo de ella, era algo que no veía todos los días en 1500. Si os fijáis, hay pocas sonrisas en pintura. Y lo cierto es que hasta hace poco no me pregunté el por qué: “Una sonrisa es como un rubor, es una respuesta, no una expresión en sí misma, por lo que no se puede mantener ni registrar facilmente”, escribe Nicholas Jeeves en este ensayo dedicado a las sonrisas en el mundo del arte.
Según Jeeves, los modelos no podían fingir un acto tan espontáneo como la sonrisa durante horas y a los artistas les costaba capturar una sonrisa sin tenerla delante. Y esta es la principal razón de que toda la historia del arte esté llena de gente seria. Pero hay más: como que a partir de 1700 la aristocracia considerase la sonrisa una vulgaridad propia de los pobres, los borrachos o los actorcillos del teatro. La sonrisa en arte era algo tan poco común que los artistas preferían no pintarla nunca para que su obra no fuese recordada solamente por eso. ¿Cuándo se puso de moda sonreír? Cuando se inventó la fotografía y, gracias a ello, los artistas descubrieron la gracia, la magia y la belleza de una sonrisa auténtica.
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