Matar por matar ⚰️
En el año 2000, yo tenía once años y durante meses me obsesioné con una historia que no dejaba de salir por televisión: dos adolescentes de dieciséis y diecesiete años —Iria Suárez y Raquel Carlés— habían asesinado a puñaladas a una compañera de instituto, Klara García, de dieciséis, en San Fernando, Cádiz. Los medios bautizaron a las asesinas como “las brujas de San Fernando”. Ambas eran góticas, aficionadas al tarot, tenían una ouija y escribían cuentos gore. Algunos medios dijeron que llegaron a cartearse con el asesino de la katana. El crimen fue premeditado, según determinó el proceso judicial, y ejecutado con extrema frialdad. Y, por si todo esto no fuese carne suficiente para los medios de comunicación, cuando detuvieron a las chicas reconocieron que habían matado “para saber qué se sentía al matar”.
El caso era distinto a todos los casos que en los noventa copaban los periódicos y los programas de televisión: en primer lugar, porque las asesinas eran dos mujeres, casi unas niñas, y en segundo lugar, porque no había un móvil detrás. Era una historia sin morajela ni moralina. Las niñas de la época no podíamos aprender nada de ese crimen a través de los sermones de nuestros padres. “Cada generación de mujeres jóvenes tiene un cuento de terror que le enseña qué debe temer y cómo evitar el peligro. Esas historias, que siguen la narrativa del cuento infantil Caperucita Roja, se repiten cada cierto tiempo y marcan la memoria de las niñas y adolescentes tras su difusión en los medios de comunicación”, escribía Noemí López Trujillo en un artículo en El País titulado ‘Una caperucita en cada generación’. Ahí estaba Miriam, Toñi y Desiree, que nos enseñaron que nunca en la vida debíamos hacer autoestop. O Rocío Wanninkhof y Sonia Caravantes, enseñándonos la lección de que nunca debíamos volver solas de fiesta. Llevábamos toda la vida aprendiendo a huir de las fauces del lobo feroz, y ahora resultaba que en este cuento también existían las brujas.
“La naturaleza humana es sensible al autoengaño, ¿cuántas veces, para realizar un deseo, necesitamos malinterpretar los deseos de los demás?”, escribe Nicola Lagioia en ‘La ciudad de los vivos’, una fascinante crónica de un crimen sucedido en Italia en el año 2006, “¿Y en cuántos casos utilizamos palabras pronunciadas por un amigo, por un padre, por un amante, a fin de sentirnos autorizados para hacer lo que en esas palabras no estaba en modo alguno contemplado? Las palabras son ambiguas, esquivas, resuenan de forma diferente dependiendo de la materia contra la que chocan. Y dado que—primas de la brujería— las palabras producen a menudo hechos, es importante comprender con qué expectativas o malentendidos están cargadas en el momento de cruzar ese límite fatal”.
En marzo de 2006, Manuel Foffo y Marco Prato, dos hombres que se habían conocido tan solo tres meses antes, asesinaron a un chico de veintitrés años llamado Luca Varani en un apartamento en las afueras de Roma. Foffo y Prato tenían algunas cosas en común: ambos provenían de buenas familias y compartían una gran afición por la cocaína. Cuando todo aquello sucedió, llevaban varios días en una bacanal de sexo y drogas. Luca Varani venía de una familia humilde, trabajaba en un taller y aquella noche fue al apartamento porque le ofrecieron dinero a cambio de sexo. El crimen fue violento y brutal y ni la policía italiana ni los medios de comunicación fueron capaces de encontrarle sentido. Marco Prato intentó suicidarse en un hotel al día siguiente. Manuel Foffo se lo confesó a su padre y se entregó a la policía. Habían matado sin un por qué.
Como en el cuento de Caperucita, los medios pronto desvelaron el detalle del dinero que le ofrecieron a Varani. Como si el hecho de ser chapero le convirtiese en una víctima más asumible a ojos de la sociedad, como si solo a él le pudiera haber pasado, como si se lo hubiera buscado. Más adelante, conforme aparecieron otros hombres que habían ido a aquel apartamento sin oferta económica de por medio, la teoría cayó por su propio peso. Fue una víctima completamente casual. Fue alguien que podría haber sido cualquiera.
La mayoría de las ficciones de terror dan miedo por ese mismo motivo: nos podría pasar a cualquiera. Todos podemos ser parte del grupo de amigos que alquila esa cabaña en medio del bosque, la persona que abre una compuerta que debía permanecer cerrada, el feliz matrimonio que compra una vieja casa construida sobre un cementerio indio. Después, con la televisión apagada y la lamparita de noche encendida, nos tranquilizamos pensando que no hay que temer a lo sobrenatural, a los fantasmas, ni a los muertos vivientes porque, por fortuna, no existen. Con las historias reales sucede algo distinto: sabemos que existen y, por tanto, necesitamos encontrar una explicación y un por qué. Necesitamos entender la mentalidad del asesino, saber si tenía un móvil económico o si le movió una terrible sed de venganza dirigida a un tipo muy concreto de persona. Necesitamos saber si la víctima fue, de algún modo, una víctima fácil, culpabilizándola a ella por un acto del que solo tiene responsabilidad el autor del crimen. Nos ayuda a entender y, en cierta forma, nos protege de nuestras peores pesadillas.
“Se conocieron y ese es el problema”. En ‘La ciudad de los vivos’, Lagioia se entrevista con el coronel Giuseppe Donnarumma, un hombre con un currículum impecable, que estuvo al frente de la unidad operativa de los carabinieri a la que se le había confiado el caso. Donnarumma entiende el asesinato como un cúmulo de casualidades catastróficas: Foffo y Prato, un manipulado y un manipulador que, por separado y sin la euforia provocada por las drogas jamás hubiesen cometido ningún delito, pero que de pronto se conocen. Este hecho es terrorífico si pensamos que todos somos potenciales víctimas de la casualidad, pero más aun si pensamos que esta casualidad también podría convertirnos en asesinos. Es curioso porque Donnarumma, este hombre de hechos y pruebas, menciona en su entrevista con Lagioia al mismísimo demonio. Y me gusta como Lagioia en ningún momento ridiculiza al coronel, sino que entiende por qué prefiere creer en lo sobrenatural antes que en la naturaleza más baja de los hombres: “Si se imaginaba el mal como posesión, entonces se podía luchar contra él sin perder del todo la esperanza en los seres humanos. No éramos irremediablamente malvados. Éramos débiles”.
Feliz lectura.
La frase
“No achaquemos los problemas de Roma al exceso de población. Cuando solo había dos romanos, uno mató a otro”.
A menudo las citas de arranque de algunos libros son tan buenas como todo lo que viene después.
El maridaje
¿Por qué nos atraen tanto las historias de crímenes? ¿Qué tienen de fascinante los asesinos y sus asesinatos? Son muchos los escritores que han caído bajo el influjo de estas historias: Capote, Carrère, Highsmith. Y también los músicos. En 1996 Nick Cave sacó un disco titulado ‘Murder Ballads’, dedicado íntegramente a cantar sobre asesinatos, crímenes y sus consecuencias, con colaboraciones de la talla de Kylie Minogue o PJ Harvey, y reinventando un género popular que había caído en desuso. En este artículo encontraréis más información sobre el álbum, lo que yo os recomiendo es darle al play y sumergiros en estas particulares historias de terror.
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