Horror loci 🌚
Observad la fotografía que abre esta carta. No es ninguna maravilla, lo sé. La hice una tarde de noviembre de 2022, cuando paseaba por los alrededores del Palacio Real de Madrid mientras charlaba por teléfono con mi madre. Ella me dijo que en Valencia ya había anochecido. Y yo le dije que Madrid nos estaba concediendo uno de esos atardeceres dramáticos, coloridos y bovarianos de los que tanto disfruto. Hice la foto como prueba, para enviársela y que pudiera ver el mismo cielo que yo veía, como si en lugar de encontrarnos a más de 359 kilómetros de distancia, estuviéramos paseando juntas del bracito. Primer deseo de localización: el del I wish you were here o el deseo de transportar a alguien al lugar donde estás tú.
Al llegar a casa, volví a mirar la fotografía. Había algo en ella que me resultaba extrañamente enigmático, algo que a primera vista no sabía identificar del todo, hasta que me di cuenta: Madrid, en esa foto, posaba como si fuera Roma. No sé si eran los colores, los pinos que parecían más bien cipreses o la elegancia en segundo plano de un palacio que ha vivido mejores días, pero la imagen me transportó a un viaje y a unos recuerdos que me parecían más bonitos que los que estaba generando aquella tarde en la que había caminado a solas por un Madrid de días cada vez más cortos. Segundo deseo de localización: I wish I was there. O el deseo de estar en otro momento de tu vida y en otro lugar.
En La enfermedad del aburrimiento, un ensayo sobre la historia y la evolución de esa sensación que a todos nos arrasa el alma de tanto en tanto, la investigadora Josefa Ros Velasco explica cómo en el siglo I a.C los romanos sufrían de una experiencia llamada horror loci: el asco por el lugar. “Aquellos se aburrían de la ciudad y se marchaban constantemente al campo, hasta que se aburrían del campo y volvían a la ciudad en una repetición incesante”. El poeta Horacio, en sus Epístolas, daría cuenta de este mal romano al decir que “aquellos que dominan el ancho mar mudan de cielo, no de alma”. Más adelante, Séneca en sus Cartas a Lucilio preguntó algo que quizás deberíamos preguntarnos todas aquellas veces en las que estamos sin estar del todo: “¿Te asombras de que no te aprovechen los viajes cuando vas contigo mismo a todas partes?”. Ups.
Dice Ros Velasco, a pesar del título de su ensayo, que el aburrimiento no es una enfermedad, sino un síntoma. Una especie de alarma que nos anuncia que algo de nuestro presente no está bien del todo. Si este aburrimiento se cronifica, bien por nuestra propia incapacidad para tomar decisiones —como ese miedo paralizante a salir de nuestras zonas seguras que hace que repitamos los mismos planes de siempre con la misma gente de siempre—, bien porque nuestra realidad impide cambiar de situación —como la imposibilidad de dejar un trabajo que odiamos—, se convierte en un problema.
Con el paso de los años, me he dado cuenta de que no hay mayor síntoma de insatisfacción que la de no querer estar o, dicho de otra forma, la de no encontrarse en ninguna parte. Pienso los horror loci generalizados con los que me topo casi a diario: qué quiere decir que, últimamente, hable con quien hable, todo el mundo quiere marcharse de Madrid, por ejemplo. O cómo se explica que los viernes nos lancemos a los bares buscando adormilar nuestras conciencias con varias copas de vino y si no es eso también una forma de huida de nosotros mismos hacia otro lugar. Pienso en todos esos planes que llenan el calendario en forma de promesas (“Dentro de dos fines de semana, a Cádiz, de cuatro, a Valencia”) para no parar nunca quietos. Qué dice sobre nosotros ese pensamiento recurrente, a veces más, otras menos, de marcharnos a otros lugares, como los romanos, pensando que en ese otro lugar quizás consigamos ser más felices que aquí o que con el trajín de las tarjetas de embarque, los vuelos y el hacer y deshacer de las maletas nos olvidemos un poco del lugar del que venimos. Creo que la única respuesta que doy a todos estos síntomas es que no queremos escapar de un lugar concreto, sino de un tiempo concreto y, más que abandonar un sitio, lo que buscamos es abandonar el momento presente.
El matemático y filósofo francés Blaise Pascal escribió su frase más celebrada en una colección de ideas llamada Pensées, que fueron publicadas tras su muerte en 1670 y que decía así: “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación”. Es posible que por eso necesitemos estar en constante movimiento, de un lugar a otro, como pollos sin cabeza, buscando el siguiente plan, el siguiente piso, la siguiente aventura o el siguiente viaje. Quizás, si un día nos atreviésemos a quedarnos tranquilamente sentados, a solas en nuestra habitación, encontraríamos la razón de tanta huida.
Feliz lectura
La frase
Leí en Poeta chileno, la preciosa novela de Alejandro Zambra, la que se ha convertido, hasta la fecha, en mi definición favorita de felicidad: “Dicen que eso es la felicidad: nunca sentir que sería mejor estar en otra parte, nunca sentir que sería mejor ser alguien más. Otra persona. Alguien más joven, más viejo. Alguien mejor”.
Pues sí.
El maridaje
¿Existe la idea sana de huida? Quizás sí. En positivo, sería un poco como esa magdalena de la que hablaba Proust: pedirle a tu madre una receta para cocinar algo que sepa a casa, pasar a una perfumería para probar la esencia de ese amigo o amiga que está lejos, ponerte esa película que viste mil veces de niña o escuchar una canción que te traslada durante tres minutos a una época pasada. Hablo de convivir con los recuerdos y permitirnos viajar a través de ellos, no de dejarse arrastrar por la melancolía.
En las residencias de ancianos, se llevan a cabo sesiones de musicoterapia. Es decir, utilizan la música para mejorar las habilidades verbales, estimular la frágil memoria o mantener la atención de las personas mayores. Pero más allá de los beneficios cognitivos, la música también les ayuda a expresar sus emociones, a conectar, a sentir. Según me han contado, esas sesiones consisten en poner a los ancianos canciones que daten entre los 10 y 20 años posteriores a su nacimiento, para que puedan reconectar con su infancia y su juventud. Gracias a la tecnología, ahora es tan sencillo como buscar una lista de esa década en Spotify. No creo que necesitemos llegar a una residencia para disfrutar de esa experiencia.
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