El relato titulado ‘La muela’, recogido dentro de los Cuentos escogidos de Shirley Jackson (Editorial Minúscula), comienza de la manera más espeluznante posible: una mujer debe ir al dentista para la extracción del molar inferior. La protagonista, cuyo nombre es Clara, tiene que tomar un autobús nocturno con destino a Nueva York desde no se sabe bien dónde para someterse a la tortuosa cirugía.
Atrás, en la estación, deja a un marido inepto, a quien una solícita asistenta tendrá que prepararle el desayuno al día siguiente, porque él —comprendemos pronto— desconoce los misterios que se esconden tras la puerta de la cocina, y a un bebé que también recibirá cuidados externos durante la breve ausencia de la doliente esposa. Por delante tiene varias horas de viaje por carretera sujetando con fiereza un bolso de piel de imitación en el que guarda el carmín, algo de dinero y un frasco de pastillas de codeína. Esas pastillas y unos tragos de whiskey son lo único que Clara lleva en el estómago al inicio de su periplo, porque no olvidemos que este relato se escribió en 1949, tiempos en los que ponían a dormir a los niños llorones tras mojar unas gotitas de anís en el chupete.
“Me siento rara”, le confiesa a su marido antes de partir. Él la tranquiliza, en pocas horas estará de vuelta, le dice, sin prestar toda la atención que debería a la sensación de extrañamiento que le revela su esposa los segundos previos a su despedida.
No os contaré aquí todo el relato. Digamos que Clara llega a Nueva York, se va durmiendo por ruidosas cafeterías y frías salas de espera, se deja cuidar por un desconocido que viste un traje color azul y, finalmente, consigue su propósito: liberarse de ese dolor que lleva acosándola desde, por lo menos, su luna de miel —un detalle revelador—. Es al salir de la consulta de su dentista cuando sucede lo interesante: Clara, desorientada y aturdida, no se reconoce en el reflejo del aseo de señoras al que entra para refrescarse y, por unos instantes, no sabe quién es entre el resto de las allí presentes.
Miró al espejo como si se tratara de un grupo de desconocidos que la observaba; nadie del grupo le resultaba familiar, nadie le sonreía ni la miraba con comprensión; ustedes pensarán que en mi propia cara tendría que reconocerme, pensó ella, con una sensación de entumecimiento en el cuello. Había un rostro espeso sin personalidad con el cabello rubio y brillante, y una cara de aspecto afilado bajo un sombrero rojo, y una cara ansiosa e incolora con el cabello castaño peinado hacia atrás, y una cara rosa y cuadrada bajo un corte de pelo cuadrado, y dos o tres caras más acercándose al espejo, moviéndose, observándose a sí mismas. A lo mejor no es un espejo, pensó, a lo mejor es una ventana y a través de ella estoy viendo a las mujeres arreglándose al otro lado. Pero había mujeres que estaban peinándose y consultándose en el espejo; el grupo estaba de su mismo lado, y ella pensó, espero no ser la rubia, y sacó la mano y se la puso en la mejilla.
Ella era la mujer pálida y ansiosa con el cabello hacia atrás y cuando se dio cuenta se indignó y retrocedió apresuradamente entre la multitud de mujeres, pensando, no es justo, ¿por qué mi cara no tiene nada de color? Había algunas caras bonitas, ¿por qué no me he quedado con ninguna de esas? No he tenido tiempo, se dijo a sí misma con expresión huraña, no me han dado tiempo para pensar, podría haber tenido una de esas caras bonitas, incluso la rubia habría estado mejor.
Verse y no reconocerse es, con toda probabilidad, una de las sensaciones más terroríficas que pueden llegar a sentirse en la propia piel. No importa si sucede de manera literal — como Clara frente al espejo— , o en sentido figurado — como cualquiera que no se reconoce en las anécdotas que sobre él o ella cuentan de la noche anterior de borrachera o en aquellas otras sobre esos meses crepusculares que suceden tras un duelo (¿Dije eso yo? / ¿De verdad estuvimos allí? / ¿Y eso cuándo dices que pasó?)— .
La pérdida de identidad, ese no saber quién eres, que nos conduce a una pérdida también de arraigo con el mundo que sigue su curso a nuestro alrededor, ajeno por completo a esa extrañeza, genera tanto pavor que es un tropo común en la ficción de terror. ¿Cómo no va a serlo? En pequeñas dosis puede resultar desconcertante, pero en grandes dosis puede llevarnos a la locura.
En su ensayo ‘Lo raro y lo espeluznante’ (Alpha Decay) el indescriptible-en-una-sola-palabra Mark Fisher teoriza sobre las dos categorías estéticas que aparecen en el título como fuente primigenia del terror, tratando de desentrañar por qué lo raro y lo espeluznante nos provoca tanta inquietud. Para Fisher, son dos percepciones que ahondan en “la extrañeza” y cita a Sigmund Freud para explicar la sensación de “no sentirse en casa”.
Lo unheimlich freudiano se relaciona con lo extraño dentro de lo familiar, lo extrañamente familiar, lo familiar como extraño; la manera en la que el mundo doméstico no coincide consigo mismo. Lo raro e inquietante sería aquello que no debería estar allí.
Es esa sensación de extrañamiento dentro de lo común la que me interesa. Aquella que sucede cuando lo familiar y conocido sufre una transformación que nos desconcierta y descoloca los cimientos de nuestra seguridad doméstica, como tres golpes secos en la puerta de casa pasadas las once de la noche o un mensaje a deshoras que ilumina la pantalla en la mesita de noche de tu pareja. ¿Quién será?, se pregunta una mirando la puerta todavía cerrada. ¿Quién es este hombre?, plantea otra mirando a ese ser ahora desconocido con quien comparte colchón.
El miedo, al contrario que el terror puro, no es una emoción paralizante, aunque sí desagradable para nuestros sentidos. El miedo puede impulsar hacia la lucha y también hacia la huída. En la lucha, una siempre podrá salvarse. En la huida, cabe la posibilidad de encontrar un lugar mejor. Tú verás si abres esa puerta o si preguntas quién ha escrito tan tarde. Es posible que lo que podamos descubrir nos aterre, claro está, pero todos sabemos gracias a las películas del género que el monstruo final siempre da más miedo antes de aparecerse.
Creo que todas las historias de terror son en el fondo historias de transformación. Algo cambia, dentro o fuera de nosotros, y nuestra vida no vuelve a ser la que era.
A menudo, nuestro propio cuerpo nos manda señales de que algo no anda del todo bien. Todas hemos sentido esa sensación de ligera extrañeza cuando, en un entorno de confianza, sentimos que debemos comportarnos de forma distinta a lo que somos. Algo —una serie de gestos, unas palabras secas, unas miradas de hastío ante un comentario antes celebrado— nos lleva a cambiar nuestra forma de estar en el mismo lugar que antes nos era conocido. Si esta situación se dilata, al igual que Clara, nosotras tampoco nos reconocemos en nuestro reflejo.
Pensaba en esta idea de transformación conforme leía el cuento de Shirley Jackson: Clara, minutos antes de subirse al autobús, atontada por la codeína y el dolor, le dice a su marido: “Es como si toda yo fuera una muela”. Porque el dolor, ya sea este físico o espiritual, tiene la capacidad de teñirlo todo en los tonos más oscuros, e impide traspasar la poca claridad que nos pueda llegar del exterior. Por eso cuando Clara sale del dentista ya no tiene claro quién es. Quizás porque Clara, liberada del dolor que acusa desde su luna de miel, es una mujer nueva.
Feliz lectura.
Un consejo
Fue toda una sorpresa, en esta edición que cayó en mis manos, encontrar además de los cuantos de Jackson tres conferencias en las que la autora escribe sobre el difícil oficio de escribir. Os dejo una de sus recomendaciones para cualquiera que quiera lanzarse ante una página en blanco:
La gente siempre me pregunta de dónde proceden las ideas para las historias. ¿De dónde sacas las ideas?, me plantean, ¿cómo es posible que se te ocurran? Sin duda, es la pregunta más difícil de responder del mundo, ya que las historias tienen su origen en las acciones y emociones cotidianas, y cualquier escritor que intentara responder a semejante pregunta, se encontraría a sí mismo contando, en algún punto, la historia de su vida. La ficción se vale de tantas cuestiones menores, de tantos gestos pequeños y hechos recordados y rostros inolvidables, que intentar discernir la inspiración concreta de una historia concreta es extremadamente difícil, aunque lo esencial, por supuesto, el origen de cualquier obra de ficción es la experiencia humana. Esta traducción de la experiencia a la ficción no pasa por la mística. En parte es, creo, reconocimiento y, en parte, análisis. La pura descripción de un hecho difícilmente puede considerarse ficción, pero el mismo incidente, después de desmontarlo con esmero, de haber examinado su estructura emocional y su equilibrio, y luego haberlo vuelto a ensamblar con cuidado del modo más efectivo, sesgado y pulido y sopesado, muy bien podría ser una historia.
Un maridaje
Si os pica el gusanillo para indagar más en una de las autoras que más ha influido en el género de terror en las últimas décadas, aquí van dos píldoras: en Filmin encontraréis ‘Shirley’, un thriller biográfico en el que Elisabeth Moss encarna de manera espectacular a la autora durante uno de sus episodios de crisis creativa (y también de agorafobia).
Porque su vida, aunque breve, también daría para una novela. Así que, cómo no, Javier Peña también le dedicó un interesantísimo episodio de su maravilloso podcast a esta gran infeliz.