Cómo hacer hogar 🏠
El pasado 23 de diciembre mi novio tuvo que ir a urgencias. Los dos, como media España, también habíamos caído. Justo antes de Nochebuena nos convertimos en mártires febriles de la variante ómicron, sin embargo, a él, esa tos seca que todos hemos aprendido a esquivar con un pasito hacia delante en la cola del supermercado, se le había complicado y alargado más de la cuenta y su doctora decidió enviarle a urgencias “para descartar”. Y mientras yo, durante su ausencia, quizás para acallar todos esos “y si…” que, como rebozuelos tras la lluvia, brotaban por todos los recovecos de mi pensamiento, me puse a comprar de manera compulsiva plantas y macetas. Mi novio volvió sano y salvo a las cuatro horas y media, cuando yo ya me había gastado 130 euros. No me quiero ni imaginar en qué hubiese quedado mi cuenta corriente si mi chico hubiese pasado la noche en el hospital.
Los más de quince días de encierro me habían tenido mirando a mis pobres plantas. Me di cuenta de que, en los últimos tiempos, las había descuidado; llevaba meses sin trasplantarlas como me había propuesto hacer, sin comprar un buen sustrato y un buen abono para ellas y sin ponerlas en una maceta bonita y apropiada para su crecimiento. Me di cuenta de que esto no era algo exclusivo del mundo vegetal, a pesar del olor a Sanytol, en mi casa afloraba el polvo y, mirándome al espejo, también veía las raíces propias del descuido.
“Hay cosas que solo se pueden entender a cierta edad y no antes; entre éstas, la relación con la casa y con todo lo que hay dentro y fuera de ella”, escribe la anciana protagonista de ‘Donde el corazón te lleve’, “a los sesenta o setenta años repentinamente entiendes que el jardín y la casa ya no son un jardín y una casa donde vives por comodidad, o por azar, o porque son bellos, sino que son tu jardín y tu casa, te pertenecen de la misma forma que la concha pertenece al molusco que vive en su interior. Has formado la concha con tus secreciones, en sus capas concéntricas está grabada tu historia: la casa-cascarón te envuelve, está sobre ti, alrededor, tal vez ni siquiera la muerte pueda librarla de tu presencia, de las alegrías y sufrimientos que has sentido en su interior”.
‘Donde el corazón te lleve’ es una novela de la escritora italiana Susanna Tamaro cargada de sabiduría, tristeza, verdad y belleza. La novela es la larga e íntima carta que una anciana escribe a modo de confesión a una nieta ausente, como forma de explicar su pasado y, con ello, explicarse a sí misma. De entre todas las inteligentes reflexiones que encontré en la novela, en aquel extraño diciembre me gustaron mucho todas aquellas que trataban sobre el hogar. Creo que nuestras casas funcionan como reflejo de nuestros estados de ánimo: cuando estamos alegres, abrimos las ventanas y hacemos la cama, ahuecamos los cojines y doblamos la ropa acumulada sobre la silla de la ropa. Cuando estamos tristes, preocupados o simplemente no nos encontramos, una taza puede permanecer días y días sobre el escritorio, y el polvo pronto comienza a acumularse por los rincones. Al final, lo que buscaba aquel 23 de diciembre era un orden interior a través del orden exterior.
Hay una escena preciosa en la novela en la que la anciana sube al desván a buscar el belén navideño. “Cuando somos niños nos gusta mucho subir a los desvanes, en la vejez no tanto”, escribe la protagonista, “todo lo que era misterio, descubrimiento aventurero, se vuelve dolor del recuerdo”. Finalmente, además del belén, decide rescatar un viejo molde para tartas que en su día perteneció a su abuela y que ahora quiere dejar a su nieta “para que en su historia de humilde objeto resuma y rememore la historia de nuestras generaciones”. Aquel gesto me hizo pensar qué objetos podrían ser capaces de transformar una casa cualquiera en un hogar. Cuáles son los elementos que me rodean que me gustaría dejar en herencia a mis personas más queridas. Y me vino a la mente aquella vieja superstición de las bodas, fíjate tú, creo que porque, si te das cuenta, todo esto de la vida va un poco de tener fe y buenos propósitos, como aquello de llevar encima algo viejo, algo nuevo, algo prestado y algo azul.
Y lo reescribiría más o menos así. Algo viejo: ten en tu casa siempre algo de tu madre o de tu abuela, te ayudará a echar raíces y a no olvidar ni quién eres ni de dónde vienes. Algo nuevo: porque al mismo tiempo tu hogar será un reflejo de quién eres tú ahora, y no de quién has sido en el pasado o para los demás. Algo prestado o, mejor dicho, algo regalado por algún amigo o amiga, para que cuando te sientas sola lo puedas mirar y te sientas menos sola. Y, en este caso, algo verde: porque cuando hay vida en tu casa, significa que hay compromiso. Es entonces cuando se convierte, mágicamente, en tu lugar.
Feliz lectura.
La frase
“La alegría, ¿sabes? Es justamente lo que más he añorado. Posteriormente, seguro que sí, incluso he sido feliz; pero la felicidad es, respecto a la alegría, como una lámpara eléctrica respecto al sol. La felicidad siempre tiene un objeto, somos felices por algo, es un sentimiento cuya existencia depende de lo exterior. La alegría, en cambio, no tiene objeto. Te posee sin ningún motivo aparente, en su esencia se parece al sol: arde gracias a la combustión de su propio corazón”.
¿Y si resulta que pasamos la vida buscando la felicidad cuando lo que deberíamos hacer es encontrar nuestra alegría?
El maridaje
Un poto o un helecho. Esa es la respuesta que he dado siempre a todas aquellas personas que me han venido con la llantina de que no saben cuidar plantas. Hace unos años escribí ‘Todo lo que sé sobre los helechos’, un homenaje a esta planta más vieja que los dinosaurios, así como una guía práctica de cuidados para madres primerizas.