No sé si os acordáis de mí, hace tiempo solía escribir estas cartas.
Estas cartas acostumbraban a llegar con cierta periodicidad a los buzones de vuestros correos electrónicos. Yo os hablaba de libros que había leído y os contaba lo que esos libros me habían inspirado. Después, esperaba. Entonces me llegaban corazones digitales y otras notificaciones entusiastas, respuestas directas también a mi buzón. Y aquella era una sensación bonita y reconfortante: como tirar de un hilo y descubrir que está sujeto a algo, porque sentía, al otro lado, un tirón de vuelta.
He ido abandonando estas cartas. Estoy a otras cosas.
Tengo un trabajo, tengo un pódcast, he sacado un libro y estoy de promoción. Tengo novio, tengo amigos, tengo padres. Todos me quieren y quieren verme y yo les quiero a todos y quiero verles. Intento ir al gimnasio dos veces por semana (no siempre lo consigo). Intento comer sano. Intento no beber alcohol (no lo consigo nunca). Leo mucho. Veo pocas series, pero no porque sea una snob, quiero aclarar, sino porque engancharse a una serie te quita mucho tiempo (es mentira, estoy viendo Ripley). Veo películas. A veces me estreso por todo lo que quiero hacer y no puedo hacer y me da por vomitar, porque los nervios me van al estómago. La última vez que me estresé así terminé en el hospital (el viernes 12 de abril) y tuve que cancelar una presentación en Bilbao que me hacía mucha ilusión. Y entre todas estas cosas, intento escribir otro libro.
Estoy contenta. Diría que soy muy feliz. Me siento, hablando Instagram, afortunada. Pero estoy agotada.
Voy a eventos. Últimamente, me invitan a eventos. Unos premios literarios, un cóctel para celebrar no sé qué, una cena privada para homenajear a no sé quién. No tengo nada que ponerme nunca. Coincido con gente muy interesante, gente a la que admiro, y también con gente que me da igual. Pero me siento, con unos y con otros, como la invitada que no sabe qué cubiertos sirven para qué cosa en la mesa.
Me hacen entrevistas. Muchas entrevistas. A veces son increíbles y me quedo reflexionando sobre esta o aquella pregunta. Otras veces me siento ante alguien que no se ha leído mi libro y me esfuerzo por no tomármelo mal, por ser ingeniosa y dar un magnífico titular. “¡Cómprame! ¡Dame dinero! ¡Llévame a casa!”. Me siento la mujer orquesta.
No me comporto como realmente soy en ninguno de estos espacios. Es imposible. Jugar a las oficinas es fácil si sabes cómo, el trabajo es solo un papel que hay que interpretar. Me río porque eso lo escribí yo. A veces lo fuerzo, os diré. Fuerzo lo real. Fuerzo las conexiones. Quiero que pasen cosas. Voy a un sitio y después de tener treinta conversaciones de ascensor con mucha gente, miro a alguien y hago una broma completamente inapropiada y fuera de lugar. Una broma digna de que se plante en tu casa alguien de la Audiencia Nacional y te lleve presa. Y si esa persona responde con una carcajada, me quedo junto a ella toda la noche.
Quiero hacerlo todo. Quiero sentirlo todo. Quiero abrir mucho los ojos y enterarme de todo lo que está pasando en este preciso momento. No quiero perderme nada. Si fuera consumidora de libros de autoayuda, os diría que quiero estar presente y no andar todo el día disociada como Bret Easton Ellis cuando le robaba el Valium a su madre y se iba a conducir de noche por las autopistas de Los Ángeles. Bueno, en realidad esa escena que me gusta mucho. De hecho, me gusta tanto que la he metido con calzador para que me imaginéis como una mujer hasta las cejas de Valium conduciendo por las autopistas de Los Ángeles. A la gente le da miedo mezclarse entre el tráfico de las autopistas de Los Angeles. Esto no lo escribí yo, sino Bret Easton Ellis, pero pienso mucho en ello. A la gente le dan miedo tantas cosas…
Leo una frase tan bonita que se me para el corazón.
La encuentro en La carta de Joan Anderson, una misiva que Neal Cassady le mandó a Jack Kerouac y que se considera el santo grial de la generación beat. Esto se debe a que Kerouac, al leerla, cogió En el camino y lo reescribió entero, dando un volantazo en cuestiones de formato y de estilo, creando la después bautizada como “prosa espontánea” de la que luego bebieron muchos de sus coetáneos. Ahora esta carta la publica Anagrama, en una edición bellísima, y con un interesante prólogo donde te cuenta todo esto que yo te estoy contando ahora, pero mejor.
La frase que me para el corazón no es de la carta, sino de En el camino. Aparece en el prólogo del libro:
“La única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas”.
Leedla otra vez, por favor.
La gente que está loca por salvarse.
Que arde como fabulosos cohetes amarillos.
Esa gente, ¿no? Si has hecho las cosas bien en esta vida, estarás rodeado de esa gente.
Gente que grita en los bares cuando sueltas una barbaridad, que se ríe muy alto por tonterías, gente que fuma contigo en balcones, gente que te manda dieciocho mensajes de WhatsApp un jueves a las once de la mañana para hablarte de un libro que tienes que leer sí o sí, gente que te habla con entusiasmo de una canción y luego te pone esa canción, gente que te manda audios que son un pódcast, gente que quiere celebrar contigo sus cosas buenas, gente que se planta en Madrid un jueves y te levanta la semana entera, gente que te emborracha un miércoles, gente que te saca a pasear un domingo de depresión en el que pensabas hacer unos tápers.
Gente que te salva cada día porque también es gente que está loca por salvarse. Ellos son mis fabulosos y ardientes cohetes amarillos.
Feliz lectura.