Buscando stendhalazos ⚡
En mi instituto se decidió que el viaje de final de curso de segundo de bachillerato fuese a Italia. Unas semanas antes de que comenzase el viaje, nos reunieron en el salón de actos para explicarnos el itinerario, los hoteles donde nos alojaríamos, los museos y lugares de interés que visitaríamos y darnos las típicas hojas informativas con autorizaciones que debían firmar nuestros padres. Recuerdo que en una de aquellas hojas, Mercedes Polo, nuestra profesora de Historia del Arte, había escrito sobre el Síndrome de Stendhal, que por aquel entonces yo desconocía. No recuerdo exactamente las palabras allí escritas, pero decían algo tipo “El síndrome de Stendhal o Síndrome de Florencia es una enfermedad que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo o incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a una suerte de sobredosis de belleza”, la profesora, con un guiño, recomendaba llevar siempre una cantimplora con agua y un abanico para prevenirnos de aquellos sofocos provocados por visiones esplendorosas.
Creo que en aquel momento viví algo muy meta: sufrí el Síndrome de Stendhal por el Síndrome de Stendhal. Leer sobre la existencia de un síndrome tan bonito y específico me provocó una sensación de mareo extraña y particular. No fue la primera ni la última vez que me pasó: esto me sucede mucho mientras leo. A menudo tengo que parar, releer, subrayar y, no tranquila con eso, llamar a mi novio esté donde esté y haciendo lo que quiera que esté haciendo para decirle “¿Te puedo leer una cosa?”. Él siempre dice que sí, y escucha atento mi recital improvisado, que siempre termina conmigo diciendo: “¿No es maravilloso? ¿Cómo puede estar tan bien escrito? ¿No es lo más bonito que has escuchado en tu vida?”. Esta pregunta ha perdido bastante fuerza teniendo en cuenta que la hago un par de veces al mes. Cuando esto me ha pasado en el metro, he llegado a saltarme una parada. Y a veces me he olvidado por completo de dónde estaba o qué se supone que iba a hacer porque en mi cabeza seguía resonando lo que acaba de leer. Ahora que me doy cuenta, en la carta que os mandé en diciembre estaba describiendo, precisamente, uno de mis stendhalazos.
En ‘El nervio óptico’ la escritora María Gainza describe esta sensación bajándola a escala humana: “¿No son todas las buenas obras pequeños espejos? ¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta ‘qué está pasando’ a ‘qué me está pasando’?”. Pequeños espejos, qué barbaridad, ¿no es lo más bonito que habéis leído en vuestra vida?
‘El nervio óptico’ es uno de los libros más bellos que he leído en mucho tiempo, tanto en su forma como en su contenido. Y quizás parte de su belleza es lo difícil que me resulta explicaros qué es, porque es una novela atípica y singular: ¿es un libro de crítica de arte? Sí. ¿Es una mirada cercana, llena de sensibilidad, curiosa y empática hacia la vida de algunos artistas? También ¿Es una novela íntima? Por supuesto. Gainza entremezcla sus propias experiencias vitales con las de los artistas para intentar dar respuesta a todas esas preguntas existenciales que nos hacemos cuando estamos frente a una obra que nos sobrecoge. Al final, de lo que Gainza habla es de sentir cosas. El tema más bello y universal, diría que el único tema que existe.
Supongo que conforme nos hacemos mayores nos volvemos menos impresionables a todo, también a la belleza. Nuestros stendhalazos son más episódicos, quizás porque vivimos cada vez menos sorpresas y primeras veces. Quizás si ya tuvimos la suerte de pisar Florencia en un viaje de instituto, no nos sorprenderemos tanto cuando pongamos un pie en Siena. Quizás si ya vimos El Jardín de las Delicias en El Prado no sintamos ese mareo al ver una obra menor de El Bosco en El Escorial. Para nuestra desgracia, no podemos volver a probar por primera vez una ostra o un higo.
Me da pena pensar que cuando era más susceptible a impresionarme por cualquier cosa me guardaba muchas de aquellas emociones para no resultar una pesada o parecer una ignorante ante los demás. Mis stendhalazos eran solo míos. Y me arrepiento de todas las veces que sufrí uno de mis stendhalazos y no cogí por los hombros a quien tuviera al lado para decirle: “¿No es absolutamente maravillosa esta canción? ¿No es desbordantemente bello este paisaje? ¿Cómo pudo un ser humano pintar algo así? ¿Te puedo leer una cosa?”, porque creo que las emociones propias tienen la particularidad de poder emocionar también a otro. Es decir, que la emoción compartida vale por dos.
Quizás esto tenga solución. Quizás podemos activar stendhalazos controlados mientras esperamos nuestros stendhalazos auténticos, para que nuestro cuerpo y nuestra mente sigan predispuestos a la emoción y a la belleza. A fin de cuentas, siempre podemos regresar a Florencia o al Museo de El Prado. Creo que cualquier ser humano con la mínima sensibilidad se seguirá emocionando cada vez que meta sus pies en las aguas de un Mediterráneo cristalino. Y siempre podemos alegrarnos cuando nuestra frutera de confianza pronuncia la frase más bonita del mundo después de un “Te quiero”, esa que le sale una vez al año, con el inicio del verano y que suena como música en mis oídos. La de: “Ya han llegado los primeros higos de la temporada, prueba uno”. Con un poquito de práctica, seguro que pronto aparece algo que haga que nos suban de verdad las pulsaciones.
Feliz lectura.
La frase
“Yeats decía: ‘Ahí viene el crepúsculo celta’ y exorcizaba su disposición melancólica haciendo traducciones del griego. Vos no manejás lenguas muertas pero tenés otros recursos: hacerte la manicura es la fórmula más barata que encontraste para no dejarte arrastrar hacia las sombras. Por lo general funciona, te mantiene en el presente, concentrada en una porción diminuta de vos misma. Ahora, si te distraes, si levantás el pincel, para qué mentir, entonces sos la primera en sucumbir al encanto de las ruinas. Hay días en que una uña rota, una cutícula crecida o un poco de esmalte descascarado te estrujan el corazón y el dique que contiene tus tristezas se resquebraja”.
Qué Madame Bovary es esto. Que tire la primera piedra la que nunca se haya venido abajo una mala noche, frente al espejo, haciéndose la beauty routine con la intención de ganar el control a las últimas horas del día.
El maridaje
Iba yo paseando por los alrededores de la Casa de Campo mientras pensaba en la dificultad que me suponía el maridaje de esta carta. Me siento casi en la obligación de provocaros un stendhalazo, como si eso se pudiese provocar tan fácilmente y no dependiese de un montón de factores que para mí son incontrolables. De pronto, algo llamó mi atención y me distrajo de mis pensamientos: me di cuenta de que los almendros estaban floreciendo.
Tomé esto como una señal divina, como si la naturaleza me estuviera diciendo “¿De verdad vas a ponerte a recomendar una película o un cuadro teniéndonos aquí delante?”. Así que decidí hacer caso al destino de aquel paseo: en este artículo de El País podréis encontrar los diez lugares de España donde ver los almendros en flor, aunque yo me los encontré, siempre por sorpresa, dando largos paseos por mi ciudad. Quizás no os provoque un stendhalazo, pero no me digáis que no es el plan más perfecto que podéis hacer este domingo.
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