Benditas rutinas ⏰
Una de mis amigas más queridas y yo hemos tenido la mala suerte de vivir este año una de las peores experiencias que el destino le puede deparar a cualquier hija: nuestras madres tienen cáncer. A lo largo (larguísimo, infinito) de este proceso, hemos tenido conversaciones en las que nos hemos dado cuenta de que todos los procesos, incluso los más trágicos, al final son el mismo proceso, y que los humanos rara vez somos tan especiales como nos creemos.
Algo donde las dos hemos encontrado muchísima paz ha sido precisamente en un concepto que nos enorgullecíamos de detestar cuando éramos más jóvenes y tolerábamos mejor las resacas entre semana: la logística. Las dos nos dimos cuenta que el hecho de tener que hacer maletas, coger trenes o vuelos, estar presentes, acompañar, escuchar a los médicos, preparar, apuntar fechas en el calendario, esperar en salitas, teletrabajar, apoyar, esperar en salitas, pasear del bracito, charlar y volver a esperar en salitas antes de cerrar maletas y volver a coger trenes o vuelos tenía algo de terapéutico. La logística era al final más grande que nosotras, más poderosa, más importante y te dejaba menos tiempo para que la mente se marchase a lugares oscuros. Las dos coincidimos en decir en más de una ocasión: “bendita rutina”.
“Al mezclarme con desconocidos, al ‘ver a gente’, me reencontraba, precisamente, con la gente, con el mundo. Descubriendo así que yo era igual que todos esos que van a dar una vuelta al centro comercial para distraerse o escapar de la soledad” escribe nuestra ya conocida y querida Annie Ernaux en ‘Mira las luces, amor mío’, un curioso ensayo con el que tropecé de casualidad este verano cuando más lo necesitaba y que tiene como foco, precisamente, la logística y la rutina de las grandes superficies. Es, nada más y nada menos, que un diario de las visitas que Ernaux hizo a su supermercado habitual durante un año. Nadie como Ernaux, de la que me leería encantada hasta su lista de la compra, para convertir algo tan mundano en pura belleza, lo que me lleva a pensar una vez más que no existen temas aburridos, sino personas aburridas: “Escogemos nuestros objetos y nuestros lugares de memoria o más bien el espíritu de la época decide qué merece la pena ser recordado. Los escritores, los artistas, los cineastas participan en la elaboración de la memoria. Los hipermercados, frecuentados grosso modo cincuenta veces al año por la mayoría de las personas, empiezan apenas a considerarse entre los lugares dignos de representación. Sin embargo, cuando miro atrás, me doy cuenta de que a cada periodo de mi vida aparecen asociadas imágenes de grandes superficies comerciales, con escenas, encuentro, gente”.
Hay un lugar en el mundo al que, medio en broma medio en serio, suelo llamar mi palacio mental. Se trata ni más ni menos que el Carrefour de la Glorieta de Quevedo. Un espacio enorme, blanco, aséptico, y de suelo brillante donde todo está perfectamente colocado, perfectamente ordenado, perfectamente perfecto. Al contrario que los mercados de barrio que prefiero en circunstancias normales por ser más caóticos, más incómodos y, por tanto, más humanos, en el Carrefour de Quevedo todo el mundo va a lo suyo, el personal de caja nunca se acuerda de ti, nadie te pregunta como estás, y nadie sospecha por tus ojeras o por tu mirada vacía y vidriosa en la cola de la frutería a la que vas siempre que quizás no estás pasando por una buena racha. Es por eso que este Carrefour tiene en mí el mismo efecto terapéutico que mirar el mar o respirar el aire puro de la montaña y que, a falta de mar o de montaña cerca, siempre está ahí, abierto 24 horas, cuando lo necesito.
Siempre he asociado la palabra rutina al mes de septiembre. Será por años y años de ingenio fallido en cartelas de telediario que anunciaban ‘la vuelta a la rutina’, superponiéndolas sobre imágenes de niños chillones y llorones regresando a las aulas o de atascos en la M30. La rutina, por tanto, siempre ha tenido para mí connotaciones negativas, como si se tratase de un grillete que nos ponían a todos en el tobillo a traición la noche del 31 de agosto. Este año he ido cambiando paulatinamente de parecer: hay días en los que simplemente necesitas ir con una lista a un lugar más ordenado que tu cabeza, regresar a casa, colocar las viandas, sentirte ocupada. Hay días en los que la rutina es necesaria porque nos guía, nos ordena, nos calma. Nos ayuda a levantarnos de la cama, a sacudirnos esa horrible pesadilla, a secarnos las lágrimas y a darnos una ducha porque tenemos cosas que hacer. Nos ayuda a programar el día: primero trabajar, luego la compra, después el gimnasio. Nos ayuda a pensar que siempre hay algo que hacer. Y en el fondo tener tareas pendientes es tener la certeza de que tenemos la mañana de mañana y de que la vida sigue su curso porque no tenemos nada en la nevera pero tenemos hambre. Siento que le debo una disculpa a la rutina después de todos estos años de odio visceral hacia ella, es posible que aquello que sentía que me ponían a traición en el tobillo el 31 de agosto no fuese un grillete, a día de hoy, pienso que podría ser algo más parecido a un ancla.
Feliz vuelta a la rutina. Y feliz lectura.
La frase
“El tiempo de espera en la caja es cuando más próximos nos encontramos unos de otros. Observados y observadores, oídos y oyentes. O simplemente captándonos de manera intuitiva, flotante. Exponiendo, como en ninguna otra parte de manera tan evidente nuestra forma de vivir y nuestra cuenta bancaria. Nuestras costumbres alimenticias, nuestros intereses más íntimos. Hasta nuestra estructura familiar. Los productos que depositamos en la cinta dicen si vivimos solos, en pareja, con un bebé, con hijos pequeños, con animales. Exponiendo nuestros cuerpos, nuestros gestos, nuestra destreza o nuestra torpeza, nuestro estatus de extranjero cuando pedimos ayuda a la cajera para contar las monedas. Nuestra preocupación por los demás, colocando el separador de caja detrás de nuestras mercancías para el cliente siguiente, colocando la cesta, una vez vacía, encima de los demás. Pero, en el fondo, dándonos igual exponernos puesto que no nos conocen. Y la mayor parte del tiempo tampoco nos hablan. Como si fuera descabellado entablar conversación. O simplemente impensable para algunos, con su aire de estar ahí sin estar, para dar a entender que están por encima del grueso de la clientela de Alcampo”.
Como decía al principio, rara vez somos tan especiales como nos creemos, pero no creo que eso sea algo malo.
El maridaje
El otro día me hizo especial ilusión comprobar que todos los puestos de mi mercado vuelven a estar abiertos. Un mercado es un lugar muy triste en el mes de agosto, pero en septiembre vuelve a estar lleno de vida.
En todas las ciudades prolifera el modelo de mercados tradicionales convertidos ahora en espacios mixtos: siguen existiendo los puestos de venta habituales, pero cada vez tienen más bares y restaurantes con cocinas basadas en el producto. El mayor peligro de esta estrategia, creada con la intención de devolver la vida a estos lugares a los que las grandes superficies están haciendo esa vida imposible, es que el ocio termine cargándose el negocio de toda la vida. Tendremos que estar atentas y apoyar tanto una cosa como la otra.
Para mi maridaje de esta carta solo puedo recomendaros mercados en las tres ciudades que más he pisado este verano, pero seguro que encontráis el vuestro para hacer un sábado por la mañana de compras y aperitivo: el Mercado Central de Valencia es uno de los sitios más bonitos del mundo, el Mercado de África de Tenerife es uno de los más asombrosos y el Mercado Tirso de Molina en Puerta del Ángel es el lugar que más me hace sentir últimamente como en casa estando fuera de ella. Visitadlos, comprad fruta y tomad un vermutito a mi salud.
Si te ha gustado mi misiva siempre puedes compartirla en el siguiente botón.
Si has llegado hasta aquí y no sabes muy bien cómo, cuándo, ni por qué, puedes suscribirte aquí.
Y si quieres contarme algo, puedes responderme aquí mismo o buscándome en Twitter o Instagram.