A orillas del mar 🌊
Tengo el recuerdo de llegar a Santorini de noche. Nuestro vuelo desde Atenas se había retrasado. Primero media hora, luego una hora. Después perdimos la noción del tiempo a golpe de cabezada en el aeropuerto y en el avión. Aterrizamos en mitad de lo desconocido y pusimos el GPS rumbo a lo que sería temporalmente nuestra casa. Al llegar al pueblito donde nos alojábamos y dejar las maletas, bajamos caminando hasta el único sitio que permanecía abierto. Compramos pan, queso, vino y, por supuesto, higos. Cenamos y charlamos hasta que el cuerpo aguantó. Recuerdo que tuvimos que ponernos sudaderas. La brisa que nos llegaba era inconfundiblemente la brisa del mar y escuchábamos el rumor del oleaje, pero el paisaje era ciego y no podíamos imaginar qué nos encontraríamos a la mañana siguiente. Al despertar, salí a la terraza para darme de bruces con el panorama más bonito del mundo: colinas y colinas de casas en blanco y en azul y, al fondo, el mar más azul que cualquiera de los pigmentos que tintaban las ventanas y los marcos de las puertas. Desperté a mis amigos como una niña el día de Reyes, como si esas vistas, ese mar, ese sol y ese paisaje se fuesen a acabar de un momento a otro. Nos quedamos absortos mirando aquello. Hice café, comimos higos.
Pestañeo y recuerdo cómo desde la ventanita del dormitorio de nuestra casa en Menorca se veía el mar. Nada más despertarnos teníamos la sensación de estar asomándonos a una postal. El tiempo del Mediterráneo en septiembre suele ser traicionero: nos llovió un día y salieron algunos días nublados. Aun así, no podíamos ponernos tristes porque pese a todo, estábamos en Menorca y teníamos una ventana en la habitación con vistas a un mar muy azul.
En Fuerteventura y en Lanzarote las playas son más salvajes que en el Mediterráneo. Nos bañábamos revolcándonos con las olas, salíamos del agua con arena en el pelo y en los oídos y con sal en los pulmones. Cada paisaje era una aventura, cada paso dentro del Atlántico es siempre una sorpresa: ¿me sumergiré hasta el cuello? ¿Me ahogará la siguiente ola? ¿Me llevará la corriente hasta el puerto de Santa Cruz de Tenerife? Por esa razón el sonido de esas aguas también es más salvaje: si prestas atención, creo que lo puedes escuchar desde cualquier parte. A veces, si cierro los ojos y me concentro, puedo escucharlo desde mi casa en el centro de Madrid.
Las islas siempre han tenido sobre mí una especie de poder curativo. Me parecen lugares mágicos, ajenos al peligro, alejados de las incomodidades diarias. En ellas, la desazón del día a día desaparece, supongo que porque las penas todavía no han aprendido a nadar. Decía Fernando Pessoa que la vida es lo que hacemos con ella: “Los viajes son los viajeros”, añadía, “lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. Supongo que entonces yo soy una casa con vistas al mar Meditárreno.
En Fuerteventura y en Lanzarote me acompañó el escritor japonés Yukio Mishima y su libro ‘El rumor del oleaje’. Me gusta cuando suceden este tipo de casualidades cósmicas: leer una historia ambientada en una isla mientras estaba en una isla. Podía saborear la sal del libro, oler las algas y escuchar las olas de la novela noche tras noche cuando leía tumbada en la cama con la piel todavía caliente por el sol.
Mishima era un hombre particular, por decirlo de manera amable. Un mamarracho, para ser más clara. Un escritor con una sensibilidad desgarradora que también era un hombre obsesionado con el culto a su propio cuerpo. Homosexual y defensor del Japón imperial, militarista y nacionalista. Un maricón facha, vaya. Dos datos al tuntún para entender mejor a su persona y a su personaje: se masturbó por primera vez con un cuadro de El Martirio de San Sebastián (como relató en su imprescindible novela ‘Confesiones de una máscara’), que luego replicó con él como el propio San Sebastián en una sesión fotográfica absurdamente narcisista y un pelín sacrílega. El otro dato: se suicidió mediante el ritual japonés del harakari, con la intención de “morir con honores” después de un fallido golpe de Estado.
Este hombre inclasificable escribió también algunas de las novelas más bonitas del siglo pasado. ‘El rumor del oleaje’, una historia de amor en una minúscula isla de pescadores de Japón entre un humilde pescador y una recién llegada, es una de ellas. Es, además, una novela perfecta para llevársela de viaje a cualquier sitio con mar: “Oyó el rumor del oleaje que rompía en la orilla, y fue como si su sangre joven se agitara al ritmo de las grandes olas marinas. El hecho de que Shinji no experimentara ningún tipo de carencias musicales en su vida cotidiana se debía sin duda a que el mar satisfacía su necesidad”.
Quizás no es tanto el aislamiento, valga la redundancia, al que nos obligan las islas lo que ejerce sobre mí ese poder curativo, sino el estar rodeada por todas partes de agua salada y de ese murmullo que tan bien describe Mishima. Acercarse a la orilla es como aceptar un baile lento entre el ser humano y la naturaleza y ese vaivén de las olas siempre ha despertado en mí unas ganas locas de contar cosas y de que me cuenten cosas. A veces, solo necesitamos escucharnos en silencio para acallar todas nuestras preocupaciones. O, como dice Mishima: “Sólo el mar tendría la amabilidad suficiente para aceptar su muda conversación”.
Feliz lectura.
Breaking news
Esta será mi última carta hasta septiembre: me apetece desconectar, leer sin prisa y, por supuesto, siempre que pueda, bañarme en el mar. No os preocupéis, nos veremos antes de que se nos haya ido el moreno.
La frase
“Los hombres van a pescar. Suben a bordo de sus barcos de cabotaje y transportan mercancías a diversos puertos. Las mujeres, que no están destinadas a lanzarse al ancho mundo, cuecen el arroz, recogen las algas y, cuando llega el verano, se sumergen hasta el fondo en el mar. Incluso para una madre veterana entre las buceadoras, ese mundo crepuscular marino era el mundo de las mujeres. Ella sabía todo eso. El interior oscuro de una casa incluso a mediodía, los severos dolores del parto, la penumbra del fondo del mar: esa era la sucesión de mundos estrechamente relacionados donde sucedía la vida”.
Llevo toda la carta diciendo ‘el mar’, pero creo que ‘la mar’ siempre ha sido una cosa de mujeres.
El maridaje
Los higos ya están al caer. Por fin. Mentiría si no afirmase que llevo todo el año esperándolos: nada más jugoso, más delicioso ni más suntuoso que un higo. Es como un fruto de otra época, de príncipes y princesas, de monarquías que cayeron hace tiempo al son de afiladas guillotinas. Un higo siempre debería comerse con cubertería de plata.
Y nada más increíble que los higos: ¿sabíais que los higos son considerados ‘especies clave’ en muchos ecosistemas porque serían capaces de devolver la vida a un terreno prácticamente desierto con tan solo plantar unas cuantas higueras? ¿Sabíais que todos los animalitos del mundo comen higos y que las higueras aguantan casi todos los climas? ¿Sabíais que hay culturas que los consideran mágicos? Yo, hasta hace poco, tan solo disfrutaba de su sabor, pero después de leer este artículo del New Yorker y descubrir tantas cosas asombrosas sobre mi fruto preferido, directamente les rindo culto.
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